Se me murió la perra. PUM. Así como si me hubieran dado un tiro en el chaleco de fuerza. Martita is dead.
Me comí toda la escena, como le pasó el auto por encima, como la rompió toda. Como me acerqué a buscarla y la arrastré hasta el cordón donde me quedé mirando como daba sus últimos respiros. En cuanto la agarré del collar supe que ese animal no superararía semejante evento. Supe que debía irse. Supe que tenía que quedarme ahí hasta el final. Cuando dejó de respirar comencé a temblar y lloré. Pero fue mucho más fuerte pensar que la vida misma es así. No hay tiempo que perder. No hay tiempo para despilfarrar en giladas, en pelearse con tus seres queridos. Porque en dos minutos, en un instante, todo puede acabar. ¡SE ACABA MIERDAS! Entonces...pienso en peleas innecesarias, odios infantiles, condenas morales hacia los que nos rodean y digo: Cuidado. Tené cuidado. Te hacés la machiten y la vida te da un rebencazo tras las rodillas en dos. Y quedás arrodillado, llorando como un pelotudo y sintiéndote más solo y miserable que las aguas del Riachuelo, haciendo un rewind y nostalgiás como si el tiempo pudiera volver atrás.
Olvidate. Viví la vida como si mañana no existiera.
En mi recuerdo queda esa tarde, en el jardín. Con el sol de otoño calentando mi cuerpo. Con Martita asustándome porque saltó arriba de la reposera donde yo estaba acostada. Se me acostó en mi panza estrujada por los dolores menstruales y se quedó ahí un rato mientras yo la acariciaba y la miraba a los ojos. Esa era mi manera de comunicarme con ella. Secreta. Pero siempre nos mirábamos a los ojos y había cierto lenguaje que ambas comprendíamos. Duró poco. Lo que dura una vida.
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